PASEO EMBRIAGADOR, INQUIETANTE DESENLANCE

La experiencia vivida y la retribución obtenida me animaron a continuar con aquel “empleo”. Casi dos meses más tarde, Agustín me comunicó que Isabel había solicitado verme de nuevo. No esperaba volver a verla, menos sabiendo lo que ella pensaba sobre este tipo de encuentros, a los que definió como: «Simples transacciones comerciales sin vínculo alguno de ninguna de las dos partes».

Me alegré en parte, ya que en el primer encuentro entre nosotros existió química. Coincidíamos en algunas percepciones de la vida. Era una mujer resuelta y algo anárquica además de atractiva. Sus ojos eran verdes y expresivos y sus labios finos; su pelo largo y negro azabache.

El viernes de aquella semana me reuní con ella en el mismo lugar. En esa ocasión, el saludo fue menos protocolario y me permití besar sus mejillas. Apenas noté el paso del tiempo, hasta que ella me señaló la hora y me pidió que la acompañara hasta la puerta de su hotel. Durante el camino, concretamos vernos la mañana siguiente. Me propuso ir hasta el Monasterio de piedra, en la comarca de Calatayud.

Hicimos aquella excursión y distintas actividades durante el sábado. Después del intenso día, sobre las diez de la noche, me pidió que la llevara de vuelta al hotel. Cuando nos detuvimos frente a la entrada, ella me miró y me preguntó:

―¿Te apetece tomar una copa en mi habitación? ―Y con pícara sonrisa, añadió―: Una y te marchas.

Acepté y ya en la habitación, me sugirió que sirviera las copas, mientras ella se ponía cómoda. Tras unos minutos, salió del baño con un pijama que no dejaba ver ni un centímetro de su piel, pero que insinuaba una esbelta figura, que motivó a mi imaginación.

Dimos el primer sorbo a las bebidas e iniciamos una conversación. Poco tiempo después, las copas seguían intactas y nuestros cuerpos se revolcaban sobre la moqueta. Isabel debió notar mi inexperiencia sexual, pues me miraba como con rostro de sorpresa. Esta circunstancia pareció excitarle aún más y casi me ordenó:

―Déjame hacer a mí.

Jugó con mi cuerpo a su antojo. De vez en cuando agarraba mis manos y las depositaba sobre el suyo en el lugar que ella deseaba.
En el fragor del momento, mis labios pronunciaron un nombre que apagó el incendio:
―Encarna…
Intenté disculparme en vano. Ella solo respondió:
―Vete, por favor.
Al llegar a mi habitación, intenté analizar lo sucedido, dando vueltas en círculos a mis pensamientos.
Llegué a la conclusión de que debía elegir entre resignarme a que Encarna se interpusiera en mis relaciones o renunciar a sustituirla.

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