Deseo feroz

Sus pensamientos se asemejaban a una candela chisporroteante. Aquella joven hurí rehusaba complacerle y eso lo exasperaba. Aquella noche decidió poner fin a su provocación y, en caso de no ceder, dictaría el veredicto. La vendería a aquel indeseable, cuyo aliento olía a letrina, pero pagaba generosamente. «Menudo tinglado de trapicheos maneja», pensó.

Ella entró en la habitación con una túnica de percal como única vestimenta, se acercó a él y dijo:

—Mi señor, hoy siento un feroz deseo de complaceros. Pero antes, permitidme solo contemplar la luna llena.

A media noche, se armó un cisco monumental en el palacio del Rajá, cuando lo hallaron sin vida.

Mientras tanto, ella, no lejos de allí, se miraba al espejo con la vista fija en los dos colmillos cánidos que sobresalían y con los que, de una certera dentellada, perforó su yugular. Luego, con un gesto de desagrado, escupió y murmuró:

—Ni siquiera su sangre es digna de mis labios.

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